Se fue la guerra y llegó la defensa del medio ambiente
Publicado originalmente en PACIFISTA Texto: Juan José Toro Fotos: Juan Pablo Daza Pulido http://pacifista.co/serrania-yariguies-medioambiente-posconflicto-eln-chucuri/ Subiendo una carretera pedregosa y complicada, llena de cultivos de aguacate y cacao, se llega a La Bodega, una vereda de El Carmen del Chucurí, en Santander, que está al borde de la espesa Serranía de los Yariguíes. Temprano en la mañana, en una pequeña casa alistan un asado de ternera. Hacia mediodía la casa se empieza a llenar de decenas de campesinos bien arreglados que viajaron desde sus veredas para celebrar. Al fondo suena carranga y reparten cervezas. No es una fiesta cualquiera. En las paredes hay pegados carteles con mensajes sobre el territorio y el medio ambiente. Unos los hicieron los adultos, los presidentes de las Juntas de Acción Comunal, y otros los hicieron los niños, que dibujaron lo que para ellos significaba su tierra. Desde hace seis años, cada 30 de abril se celebra en el Chucurí el Día de la Serranía: un evento donde primero discuten sobre cómo proteger su región y luego se emparrandan hasta las tres de la mañana. La movida ambientalista no llegó fácil a esas tierras. En el mismo lugar donde este año celebraron los campesinos, hace años hubo una base paramilitar. Hacia finales de los noventa, una ola de grupos de autodefensa disputó el control con las guerrillas que se habían afianzado en la zona. La presión de la guerra obligó a los campesinos a ocuparse únicamente en su seguridad. No había chance de pensar el territorio como víctima colateral. Los recuerdos de la mayoría apuntan a que llevan diez años relativamente tranquilos. Más o menos desde la época en que, durante el gobierno de Álvaro Uribe, se desmovilizaron los paramilitares. También fue la época en que la Serranía fue declarada Parque Nacional Natural. En ese momento, cuando empezaron a sentir que su territorio era seguro, las dinámicas cambiaron. Lentamente los tejidos sociales se han fortalecido y esa unión ha sido la base para aprender a vivir en armonía con su territorio. “Aquí no queremos nada que tenga que ver con esa guerrilla” San Vicente del Chucurí, a poco más de una hora de La Bodega, es el pueblo de ‘Gabino’, el máximo comandante del ELN. Allá nació y dio sus primeros pasos como guerrillero. En una entrevista que dio al periódico Vanguardia Liberal aparecen unos versos suyos: “Soy hijo de San Vicente / me dije, soy guerrillero / y en mis venas va la sangre/ de Galán el comunero”. La nostalgia de ‘Gabino’ por esas tierras contrasta fuertemente con el recuerdo de la violencia de la mayoría de los habitantes. En la zona combatieron por años tres frentes de esa guerrilla. En febrero de este año, después de meses de preparativos por parte de varias organizaciones de izquierda, hubo una peregrinación hacia Patio Cemento, una vereda de El Carmen de Chucurí, donde hace cincuenta años murió en combate Camilo Torres, el sacerdote guerrillero. La idea era hacer una misa y poner una placa, pero a los habitantes de la región la idea les pareció desastrosa y decidieron salir pacíficamente a intervenir la marcha. Por intervención de la Policía las dos movilizaciones nunca se cruzaron, pero quedó en el aire el sinsabor de los chucureños ante la posibilidad de homenajear a un guerrillero en sus tierras. Emilio Cala, un líder campesino de ese municipio, dice que fue una pésima idea ir a poner una placa de Torres en un territorio donde el ELN hizo tanto daño. Para muchos habitantes el fantasma de esa violencia no se ha ido del recuerdo. “Aquí no queremos nada que tenga que ver con esa guerrilla ni con ninguna. Es que no nos dejaban trabajar la tierra. ¿Y qué más hace uno por acá si no es eso?”, se pregunta Emilio. Entre finales de los ochenta y principios de los noventa muchos campesinos se vieron obligados a salir de sus veredas. La vida se les volvió difícil. Luis Roberto, que cultivaba por esas mismas montañas, recuerda que muchas veces se topó de frente con tropas del ELN y tuvo que pasar varios sustos. Le preguntaban qué hacía ahí, con permiso de quién, para dónde iba, con quién se encontraría. “Ellos eran muy celosos —explica— y aquí no podía entrar nadie que no aprobaran. A veces sospechaban hasta de nosotros, los mismos tres campesinos que vivíamos acá desde siempre”. Cuando hubo desplazamientos, muchas veces no fue solo por el miedo. Decenas de chucureños huyeron también porque la violencia les impedía incluso comer. Lo que cultivaban no les alcanzaba. Varios campesinos recuerdan con rabia que era difícil entrar mercado al pueblo: cuando los armados no reconocían al que manejaba el camión, le quemaban lo que traía para asegurarse que no fueran remesas para el enemigo. Para evitarlo, en ocasiones intentaron entrar el mercado en carrotanques Cascavel del Ejército. “Una vez la guerrilla hizo una matazón por allá más arriba —recuerda Emilio— y eso le dolió mucho a todo el pueblo. Mataron como a ocho. Eso fue a mediados de los noventa. La reacción de muchos fue armar autodefensas campesinas”. El mito dice que cuatro hermanos, los Carreño, que vivían en la vereda San Juan Bosco, conformaron un pequeño ejército clandestino para defenderse. Ese grupo paramilitar, que en el pueblo recuerdan con un escueto “las autodefensas”, se empezó a expandir. Una de sus bases la montaron en la finca que ahora acoge el Día de la Serranía en La Bodega. “Aquí se les pararon en la raya —narra Luis Roberto, que por momentos aprueba esa forma de defensa—, no los dejaron seguir sembrando terror. Toda esta finca de por acá era un campo minado de la guerrilla y volaron como a 80 reses. Eso no podía seguir así”. Los campesinos armados, sin embargo, se empezaron a mezclar con paramilitares de afuera. A las autodefensas de esa segunda época las recuerdan en el pueblo como “los masetos”. Detrás del nombre Muerte a Secuestradores (MAS) la gente empaquetó a todos los paramilitares. La degeneración de esas autodefensas, que se preocupaban más por las rentas ilegales que por la contrainsurgencia, hizo que hoy en Chucurí los recuerden con el mismo resentimiento. Esa ola de violencia se extendió hasta principios de este siglo. Las extorsiones, las amenazas y los desplazamientos no cesaron hasta que, en el marco de Justicia y Paz, miles de paramilitares de todo el país se desmovilizaron. En la memoria de los campesinos no está claro ese episodio: tan solo recuerdan que, de un momento a otro y para su gran alivio, los dejaron de ver. ¿Cómo apropiarse del vacío que dejó la violencia? Cuando se empezó a desvanecer la época más dura de la violencia, el pueblo quedó lleno de desconfianza. “En lo que menos pensábamos —cuenta Emilio— era en la riqueza natural que teníamos en nuestra tierra. Hacíamos todo como con las patas porque así se había hecho siempre y por toda esa violencia nadie pudo detenerse a pensar en cómo estábamos acabando con la Serranía. Talábamos árboles, metíamos ganado en todas partes, acabábamos nacimientos de agua. Todo eso lo hacíamos mal y así había sido siempre. Hace como diez años un señor vino a hablarnos de eso y todos lo miramos como con recelo”. Ese señor era Gonzalo, miembro de CETA, una cooperativa santandereana que trabaja temas medioambientales. Después de que en 2004 el gobierno colombiano y el estadounidense firmaron el Acuerdo para la Conservación de Bosques Tropicales en Colombia (TFCA, por sus siglas en inglés), la de CETA fue una de las seis iniciativas escogidas, en 2011, para impulsar proyectos de conservación en la región. Gonzalo ya llevaba ventaja: se había instalado en La Bodega y estaba empecinado en mostrarle a los campesinos, desde su propio ejemplo, que lo que les decía tenía sentido y era necesario. Emilio fue el primero en acoger la propuesta. “Eso al principio estuvo difícil. A uno de campesino le da desconfianza cuando alguien de afuera viene a proponerle cosas raras y a hacerle firmar papeles. Sobre todo por lo que habíamos vivido con la violencia. Pero Gonzalo insistía y yo me di cuenta de que lo que nos decía tenía sentido”. La invitación de CETA a los campesinos era concreta: conservar los bosques y cambiar las prácticas agrícolas. A fuerza de tiempo, constancia y resultados, lograron convencer, desde entonces, a más de 700 familias en la región de los Yariguíes. En Fondo Acción, la entidad que ejecuta en el país los proyectos del TFCA, insisten en que la clave de ese proceso ha sido trabajar de manera horizontal con los campesinos, trabajar junto a ellos en proyectos de su interés en lugar de imponerles desde arriba decretos para cuidar el medio ambiente. El cambio ha sido radical. Han conservado y restaurado más de 4 mil hectáreas de bosque en su territorio. Le dieron nueva vida a más de 140 nacimientos de agua que al paso que iban se pudieron haber secado. Certificaron buenas prácticas en otras 4 mil hectáreas dedicadas a la agricultura y la ganadería. Muchos campesinos se dieron cuenta de que para proteger la Serranía no tenían ni siquiera que sacrificar producción o ganancias, sino que podían optimizar sus procesos para reducir el gasto de recursos y que económicamente les iría mejor. Otros, sin embargo, no han querido unirse. Gonzalo cuenta que, por ejemplo, su vecino, dueño de un terreno de 900 hectáreas, se niega a hacer parte de esa cruzada medioambiental. Eso, de momento, no les preocupa tanto. Confían en que llegará la hora en que los que se oponen se den cuenta de los frutos que puede dar cambiar la forma en que se siembra y se tiene ganado. “De pronto ni siquiera lo harán por la conservación, porque ese no es tema de todo el mundo —dice Gustavo, quizás el campesino más convencido de ese cambio de mentalidad en la región—, pero sí lo harán por los beneficios productivos: yo tengo 90 reses donde antes tenía 30. Optimicé todo ese espacio innecesario. Ahí está la prueba”. Cada 30 de abril, sin importar el día que caiga, celebran el Día de la Serranía. Por ambos lados de la carretera empiezan a llegar buses y carros llenos. “Yo nunca había venido —confiesa Leidy, la esposa de Gustavo— porque no me gustan las multitudes. Pero es justo eso: la fiesta de la Serranía se convirtió en el evento más importante de la región”. Este año fue un sábado. Fueron los alcaldes de El Carmen y de San Vicente. La asistencia no fue tan grande como otros años porque “en el pueblo hay muchos de la Iglesia Adventista y no los dejan hacer nada los sábados”. Pero fue, sin embargo, casa llena. La celebración es mitad fiesta y mitad reflexión. Cuando está todo listo, después de cantar los himnos y dar palabras de bienvenida, lo primero que hacen es un panel donde varios campesinos cuentan sus experiencias con el proceso que empezaron hace años. Son los líderes quienes hablan, pero todos los demás asienten y apoyan desde sus sillas. Apenas acaba el panel, los delegados de Fondo Acción arman un rompecabezas con imágenes de quienes participan del proyecto. Algunos se reconocen en las fotos y piden permiso para llevárselas. La fiesta continúa hasta la madrugada. A menos de un kilómetro de la finca, hace un par de semanas amanecieron graffiteadas dos casas, con mensajes como “aquí no se permiten chismosos”. El rumor que corre por el pueblo es que pudo ser una advertencia de una banda criminal pero nadie tiene certezas ni sospechas. Ante la pregunta de si volverá el miedo al Chucurí, varios campesinos responden, cada uno a su manera, más o menos lo mismo: “de aquí no nos volvemos a mover”. Emilio explica la razón de esa certeza: “todo este cuento de la conservación no ayudó solo a la naturaleza. Nos ayudó a nosotros a fortalecernos en nuestro territorio”.